Hace
muchos años, en un país distante y a la vez cercano el emperador proclamó el
inicio de un concurso de pintura para conmemorar el aniversario de su reinado.
El gran premio sería una cena en su palacio acompañado de un considerable monto
de oro; pero, sobre todo, la distinción real de ser proclamado el mejor pintor
del imperio. La única condición: la pintura debía representar la verdadera paz.
Semejante
condecoración despertó el interés de artistas de todo el mundo. A los pocos
días, miles de inscritos iniciaron labores a fin de preparar el lienzo
vencedor. Cada técnica, método y herramienta estaban a disposición de la mente
de cada artista. La palabra “paz” revoloteaba en las conversaciones de todos
los pueblos ¿Cómo se podía representar la verdadera paz? ¿Quién ganaría el
premio? ¿Qué técnica utilizaría?
Llegó
el día de la deliberación. El emperador en persona, junto a un grupo de
consejeros, evaluó cada lienzo presente en las amplias salas del jardín real. Cada
cuadro mostraba técnicas diversas, tamaños distintos, en sí, la mente de cada
artista. Al final del día, dos cuadros fueron elegidos entre los miles que
participaron. El público quedó absorto cuando ambos fueron revelados. Eran tan
distintos, tan bellos, tan únicos. En realidad majestuosos cuadros:
El
primero, un fantástico trabajo en óleo. Representaba un paisaje, un lago en las
altas montañas de Norte. Cada montaña era imponente, pero de formas suaves,
vestidas de copos nevados que reflejaban
el cálido naranja del amanecer. Bajo los tres picos, un lago turquesa descansaba
plácido en aguas tranquilas. El espejo de agua reflejaba a perfección las
montañas sobre él. Sus bordes estaban decorados de frondosos cerezos rosas y
lilas que mojaban sus ramas en pequeñas gotas de rocío. Un sinfín de flores
silvestres asomaban entre la grama, y aves cantoras despertaban y cantaban los
minutos antes de que el sol terminara de salir a iniciar el día. La verdadera
paz, en el alma de quienes observaron este cuadro, surgió, al punto de que
algunas lágrimas discurrieron por las enrojecidas mejillas de los pobladores. Merecía
el premio.
El
segundo, un cuadro que despertaba intriga. Bajo un cielo sombrío, lleno de gruesas
nubes negras, una catarata alimentaba un caudaloso río. La magnífica caída de
agua nacía entre dos cumbres empinadas e inaccesibles, de negra y agua roca.
Los flancos de la cascada, escabrosos, soportaban la dantesca tormenta que
ocurría alrededor. Rayos y truenos reventaban por doquier, alumbrando en ese
instante el centro de la cascada, donde tres rebeldes rocas emergían de las
aguas, partiendo en dos la columna de agua en caída. En el agujero entre las
tres rocas, un arbusto de jazmín crecía, y entre las ramas del jazmín, un
diminuto nido. Parado sobre el nido mirando con dulzura el espectador, un
pequeño pajarito color azul parecía sonreír, tranquilo.
El emperador
proclamó su decisión. El ganador: El Segundo cuadro. El pueblo quedó atónito,
así como los consejeros del emperador. ¿Cómo podía ganar un cuadro tan violento
y cruel? Antes de que cualquier reclamo se escuchara, habló el emperador:
“Felicito
a ambos artistas por tan espléndidas obras de arte. La idea era representar
la verdadera paz. La verdadera paz, no consiste en vivir en un ambiente plácido,
en total tranquilidad, en un mundo en armonía. Vivir así es imposible y si se
logra, temporal. En cambio, en el segundo cuadro, aunque el mundo se derrumba
alrededor, aunque el apocalipsis desata su furia sobre la tierra, el ave se
mantiene tranquila. Ha alcanzado la verdadera paz. Aquella paz interior, que debe surgir en las peores crisis, en los momentos más terribles. El dominio de las
emociones y del espíritu. La verdadera paz”
Apujirka